RAMÓN HOYOS

1953: El nacimiento del primer gran “monstruo”

1954: El Bi-campeón, Ramón sigue su racha triunfal!

1955: El Tri-campeón, Ramón arrasó con todos sus rivales ganando 12 etapas en esta Vuelta a Colombia

1956: La Licuadora antioqueña en acción, el “marinillo” obtiene su cuarta victoria consecutiva

1958: Ramón, el gran campeón de la época, obtiene su quinto título!

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INTIMIDADES DE LA III VUELTA A COLOMBIA. MI BATALLA CONTRA DOS CAMPEONES. LA ALEGRÍA DEL TRIUNFO Y EL DOLOR POR EL PERCANCE OCURRIDO A CONRADO TITO GALLO. PUNTERO ABSOLUTO.

Por: Gabriel García Márquez

Conquisté el campeonato nacional de ciclismo en la III Vuelta a Colombia. En la segunda ocupé el sexto puesto en la clasificación general. El ganador de esa competencia había sido el francés José Beyaert, a quien todos los ciclistas llamamos, sencillamente:  El Francés. La primera vuelta la había ganado el zipaquireño Efraín Forero. Ambos participaron en la III Vuelta y tuve que disputarme el triunfo contra ambos, pues en algunas ocasiones tuve la impresión de que se habían puesto de acuerdo para correr en equipo. En varias etapas corrimos juntos, cuidándonos el uno del otro, y esa circunstancia hizo que mi triunfo en esa ocasión fuera el más difícil que he conquistado en mi vida.

Esta mala salud

Mi posición en la III Vuelta fue ganada minuto a minuto, contra un grupo de ciclistas extraordinariamente bien preparados, y entre ellos mis coterráneos, de manera especial. No recuerdo un pelotón que hubiera salido con tantos bríos como el que se largó a las ocho y media de la mañana del 19 de febrero de 1953, de la plaza de Bolívar de Bogotá, compuesto por 56 corredores. Se iban a correr 1.923 kilómetros, pero todos empezaron como si no nos esperaran largas jornadas, sino como si apenas se hubiera tratado de correr una etapa. Sólo a la altura de Facatativá, en la primera etapa, empezaron a decidirse las cosas: logró desprenderse un pelotón inicial formado por Jorge y José Beyaert, Efraín Forero, Óscar Salinas y Óscar Oyola; y yo entre ellos. Pero como me ocurre siempre, mi salud me falló en este trayecto. El calambre y los vómitos me hicieron perder tiempo precioso. Cuando supe que Efraín Forero había entrado triunfante a Honda, todavía estaba yo pedaleando en la carretera, luchando con mi estómago. Cuando llegué a la meta, hacía 21 minutos que Forero había sido recibido triunfalmente.

Casi, casi

Al siguiente día me sentía mejor, pero estaba un poco desmoralizado por mis percances de la primera etapa. Todos los participantes seguían corriendo fuerte, hasta el extremo de que los dos campeones, el francés y Forero, no pudieron largar el pelotón en los primeros 30 minutos. Era un grupo compacto hasta nuestro paso por Mariquita, en que se inició un tremendo duelo entre los vencedores de las dos vueltas anteriores. Empezaron a cuidarse, y un grupo de ciclistas aprovechó esa circunstancia para forzar el tren. Entre ellos iba yo, que haciendo un supremo esfuerzo, casi corriendo como un loco, logré ponerme en la punta por primera vez en la III Vuelta. El huilense Carlos Orjuela me seguía de cerca. Pero ya yo iba con las agallas tan abiertas, que antes de llegar a Fresno, empecé a largarlo, y le saqué más de un kilómetro de ventaja.

Sin embargo, mi entusiasmo fue perjudicial. No había contado con que a la entrada a Fresno hay una pronunciada pendiente, muy difícil de vencer. Cuando me encontré en ella, estaba agotado. Entonces Orjuela se me vino encima con tanta fuerza que batió por casi veinte minutos de ventaja el récord de esa misma etapa -que estaba en poder del francés- y se ganó espectacularmente la etapa.

En la rueda del francés

Creo que mi primera etapa ganada -la tercera- sorprendió a los periodistas, pues a pesar de los numeroso fotógrafos que andaban con nosotros en la Vuelta, la mayoría de los periódicos tuvo que recurrir a mi fotografía del carnet de la Liga de Ciclismo de Antioquia. Pero apareció en primera página, al lado de la del francés.

No fue una etapa dura. Efraín Forero había sufrido un ligero accidente, de manera que mi batalla fue solamente contra el francés. Entramos juntos a Manizales, empatados, pero aquella formidable posición me dio a entender que me encontraría en buenas condiciones para cumplir mi sueño dorado: entrar en la punta a Medellín. Un ciclista debe dormir bien. Pero la noche anterior al día en que se correría la etapa Aguadas-Medellín tuve dificultades para conciliar el sueño.

Volando hacia Medellín

Eran 127 kilómetros, por una carretera endemoniadamente estrecha y tortuosa. Yo estaba un poco descorazonado esa mañana, pues desconfiaba de las condiciones lamentables de la carretera. Hubo que hacer de todo en esta etapa: saltar sobre baches, echarse al hombro las bicicletas y perder en todo eso una cantidad preciosa de tiempo y fuerza. Además, fue preciso neutralizar a los corredores en La Pintada, y yo –acordándome de mi fracaso en ese lugar, tres años antes– reanudé la marcha, pesimista y cansado. Pero sabía que la entrada de un antioqueño triunfante a Medellín iba a ser algo realmente sensacional, y me dispuse a ganarme aquella etapa a cualquier precio.

En ese momento tenía una ventaja: estaba corriendo por terreno conocido, por la tierra antioqueña donde hice mis primeras armas. Estimulado por aquella emoción, empecé a correr fuerte antes de llegar a Santa Bárbara, y pasé por allí con un kilómetro de ventaja sobre Justo Pintado Londoño, otro antioqueño que también trataba, como yo, no tanto de ganar la etapa por el triunfo, como por demostrarle a Medellín que un antioqueño iba a la cabeza.

Qué emoción

No podrá olvidar jamás mi emoción cuando de Versalles en adelante una densa multitud de paisanos me saludaba con resonantes ovaciones. Entonces no supe si tenía fuerzas para correr, o si un milagro me hacía volar hacia Medellín. Yo sabía que los antioqueños quería ver un antioqueño en el primer puesto, y volaba hacia Medellín en medio de las formidables ovaciones que tronaban a todo lo largo de la carretera. Ahora no me explico cómo no sufrí un pinchazo y me rompí la cabeza contra una piedra. Corría sin pensar en otra cosa distinta del triunfo, embriagado por la probabilidad, cada vez más segura, de entrar en la punta a Medellín.

Una interminable caravana de automóviles, de amigos y compañeros en bicicleta se iban pegando a mi rueda a medida que me acercaba a la ciudad. Yo me sentía corriendo en mi casa, entre mi gente, y la emoción me hacía olvidar de todos los peligros que afrontaba corriendo de aquel modo.

“Ahí voy”

Con cuatro minutos de ventaja sobre mi perseguidor, Londoño, pasé por la población de Caldas en medio de la más atronadora ovación que recuerde en mi vida. Pero entonces apenas si me daba cuenta de eso. Apenas si me di cuenta de cuando pasé por Itagüí, y entré embalado a la meta, y fui levantado en hombros sobre una delirante multitud de 70.000 personas. Esa tarde tuve por primera vez la noción del campeonato. De allí en adelante no tuve la menor duda de que ganaría la Vuelta a Colombia.

Una mala noticia

Sin embargo, mi alegría del triunfo fue nublada por una mala noticia: Tito Gallo, mi grande amigo, precursor del ciclismo en el departamento, sufrió una aparatoso accidente precisamente en el momento en que yo recibía la formidable ovación en Caldas. Tito Gallo también trataba de ganarse a Medellín, y había forzado el tren como lo hicimos todos los antioqueños en aquella época.  Con el cráneo fracturado, Tito Gallo era conducido al hospital, mientras yo entraba triunfante a Medellín. Algo me molestaba en la conciencia . Y algo me seguía molestando cuando vi mi retrato destacado en las primeras páginas de los periódicos, no sólo a causa de mi triunfo en la etapa de Medellín, sino porque en ese momento era puntero absoluto en la III Vuelta a Colombia.

Saliendo a flote

Al llegar a Medellín, mi posición empezaba a hacerse importante, pues se suponía que podía batir un nuevo récord, al llevar el 40 por 100  de etapas ganadas. El récord lo tenía Efraín Forero, con el 70 por 100 en la primera vuelta. Yo, que había corrido como un novato en la II Vuelta, que había corrido la primera etapa de la II Vuelta como uno del montón, empecé a darme cuenta, después de mis primeros triunfos, de cómo se va saliendo a flote, poco a poco, en las páginas del periódico. “Valiente como ninguno –decía un periódico, en un recorte que conservo–, guapo hasta la temeridad, sobresaliente en todo sentido, el ciclista antioqueño a quien se ha apodado El Escarabajo de la Montaña, se está convirtiendo en la figura sobresaliente de nuestro deporte. Casi no habla, anda en las carreras dando gracias por todos los servicios que le prestan, mira siempre hacia adelante, alcanza siempre a los adversarios y después de darlas unas breves palmadas por la espalda, vuelve a embalar”.

Leyendo aquella nota, amable y exagerada, yo me acordaba de la primera vez que mi nombre apareció en un titular, tres años antes: “Ramón Hoyos vio brillar su estrella”.

En mi casa de Medellín, entre mi familia, mis amigos y una incontenible cantidad de admiradores, yo sentía que otra vez me había metido en camisa de once varas: aún tenía que luchar mucho y sufrir mucho, antes de ganar la III Vuelta a Colombia.

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